Ya estoy fuera de Madrid, ¡por fin! Qué ganas tenía de salir de esa ciudad que, aunque me guste tanto, me había tenido atrapado tantos meses. Viajar es algo increíble, y cuando lo haces en coche más que cuando lo haces en avión, o al menos muy diferente. En coche “vives” cada kilómetro de distancia que separa tu punto de partida con tu punto de llegada.
La llegada a Barcelona siempre es muy bonita: vas entrando por entre las montañas, abres la ventanilla y huele a mar (aunque la parte del Llobregat no es que huela a rosas), el aire está muy pero muy húmedo. Vamos, que no tiene nada que ver con Madrid.
No sé cuanto tiempo estaré aquí, el suficiente como para llegar a sentir el ritmo de vida. Estos días me dedicaré a pasear yo solo viendo cosas cuando la gente a la que he venido a ver esté currando y el resto a pasar el rato con ellas.
Muchas veces he pensado en cómo me sentiría si hiciera un viaje de este tipo para quedarme más tiempo; pienso en la gente de mi universidad que es de fuera, en la gente que conozco de mi edad y que se ha mudado, que ha cambiado su vida. Lo pienso y me da un poco de miedo, de vértigo: otras calles, otro olor, descubrir de nuevo por dónde amanece; una nueva banda sonora en un periodo de tu vida. La verdad es que es una cosa que siempre he admirado, para eso quizás yo soy demasiado sedentario.